Sin embargo, ésa es la meta que puso en camino al Verbo: bajó para que el hombre pudiera comer con Dios.
Muchos comieron con Jesús mientras vivía en este mundo: ¡Comían con Dios!
Y ahí sigue la invitación: “Estoy a la puerta y llamo: si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo”.
Lógicamente, desde entonces, el que puede comer con Dios aprende a comer con todos los hombres, sus hermanos.
El gran deseo de la humanidad de siempre es “que florezca la justicia y la paz abunde eternamente”. Es lo que repetimos en el salmo responsorial que suele centrar el tema de la liturgia, cada domingo.
Pero sólo se cumplirá esto cuando llegue el Rey definitivamente, según el capítulo 25 de Mateo. Él hará justicia y reinará con rectitud para siempre.
Mientras tanto debemos esforzarnos para que llegue a ser realidad el Reino que Dios quiere implantar entre los hombres:
San Pablo nos da una buena receta para nuestro esfuerzo:
“Acójanse mutuamente como Cristo los acogió para gloria de Dios”.
Así imitaremos a Cristo que se encarnó para hacerse servidor de los judíos y acoger también a los gentiles, demostrando que Dios es fiel a sus promesas.
Así colmaremos la medida que Dios ha confiado a nuestra responsabilidad personal y daremos fruto que permanezca.
En el verso aleluyático meditamos: “Preparen el camino del Señor y allanen sus senderos. Todos verán la salvación de Dios”.
¿Cómo será esto? Lo dice Juan Bautista, el hombre hecho de raíces y tostado de desierto, que hablaba con Dios y transmitía su mensaje a todo el que se aventuraba a bajar hasta las orillas del Jordán.
Éste era el grito del Juan de entonces para los hombres de hoy:
“Conviértanse porque está cerca el Reino de los cielos”.
Es que el hombre se cree ridículamente dueño único de lo que Dios creó.
Cree que puede matar impunemente la vida de sus hermanos (ancianos y embriones o fetos).
Piensa que está en sus manos destruir el planeta en el que Dios puso toda su creatividad y todo su amor.
Sin embargo, la manera de vivir esta sociedad no puede durar, porque ya está por tocando fondo la gente orgullosa de este siglo. Los que se creen dueños del mundo sentirán “los hachazos en sus propias raíces y, por no dar fruto, serán talados y echados al fuego”.
¿Acaso no claman ante Dios los millones de abortados, de la misma manera que gritaba la sangre de Abel?
¿Acaso los huérfanos y viudas que deja el terrorismo y la delincuencia no piden hoy venganza ante Dios?
¿Por ventura, las madres que abortaron engañadas, no agonizan a diario por el remordimiento de haber matado a su hijo y frecuentemente a su primogénito?
¿Es que Dios no tiene motivos para hartarse de los hombres de hoy, como antes del diluvio, “cuando toda carne había corrompido su camino”?
Cuando la humanidad recupere la razón, que está perdiendo a marchas forzadas, surgirá una nueva generación que oirá la voz de Dios:
“Conviértanse porque el Reino de los cielos está cerca”.
No es un juego lo que está en juego. Se trata de entrar o no en el Reino de Dios para siempre.
Preparen el camino del Señor.
Rebajen los cerros del orgullo y rellenen las profundidades del pecado para que pueda llegar Dios hasta nosotros.
Y Dios vendrá y cenará en nuestra mesa.
Que el Señor Jesús nos bautice con el Espíritu Santo y fuego, para que nuestra vida dé buen trigo y no la paja que se “quemará en una hoguera que no se apaga”.