“En la Solemnidad de la Epifanía del Señor, la
gran luz que se irradia desde la Gruta de Belén, a través de los Magos
provenientes de Oriente, inunda a toda la humanidad”. Éste fue el mensaje que
ha reiterado Benedicto XVI en su homilía de la Santa Misa que ha presidido esta
semana, el día miércoles en la Basílica Vaticana, haciendo hincapié en que la
primera lectura, tomada del Libro del profeta Isaías, y la del Evangelio de
Mateo, nos presenta la promesa y su cumplimiento.
“La gran luz de Dios, después de las humillaciones sufridas por el pueblo de
Israel de parte de las potencias de este mundo, aparentemente sin poder e
incapaz de proteger a su pueblo, surgirá sobre toda la tierra de forma que los
reyes de las naciones se inclinarán ante él, llegarán de todos los confines de
la tierra y pondrán a sus pies sus tesoros más preciosos. Y el corazón del pueblo
se estremecerá de alegría”.
Oro, incienso y mirra que, ciertamente no responden a las necesidades que en
ese momento tenía la Sagrada Familia: “Pero estos dones tienen un significado
profundo: son un acto de justicia. En efecto, según la mentalidad vigente en
aquel tiempo en Oriente, representan el reconocimiento de una persona como Dios
y Rey: son, es decir, un acto de sumisión. Quieren decir que desde aquel
momento los donadores pertenecen al soberano y reconocen su autoridad. La
consecuencia que deriva de ello es inmediata. Los Magos ya no pueden proseguir su
camino, ya no pueden volver donde Herodes, ya no pueden ser aliados de aquel
soberano potente y cruel. Han sido conducidos para siempre por el camino que
lleva al Niño, la senda que los llevará a descuidar a los grandes y potentes de
este mundo y los llevará a aquel que nos espera entre los pobres, el camino del
amor que solo puede transformar el mundo”.
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